La calle de Doña Ana

Graciano Jiménez Moreno

(Publicado en ECOS, número 144, octubre-diciembre de 2023)

            La calle de Doña Ana se encuentra al norte de la plaza de la Constitución, muy próxima a esta, y prácticamente paralela al primer tramo de la calle de la Virgen. Desde su nacimiento en la calle del Calvario hasta su final en la calle del Altozano tiene un recorrido de unos cien metros. Después de un primer tercio llano, la calle se va inclinando hasta terminar con un corto pero pronunciado descenso que en tiempos pasados impedía prácticamente el tránsito de los carros cargados en ese tramo.

            En el lado sur de la calle o de los números impares queda un profundo patio que se cierra antes de llegar a la calle de la Virgen. Tiempos atrás, este patio no era tal sino un callejón que comunicaba ambas calles: Doña Ana y Virgen. En la mitad del siglo XVIII, la parte de este callejón que daba a la calle de la Virgen se conocía como el callejón de don Gerónimo, personaje noble que llegó a ser alcalde y vivió en la calle de la Virgen, en la casa que entonces lindaba con el callejón y que está marcada con el número 6.

            Desde muy antiguo la zona de la actual calle de Doña Ana y la inmediata que quedaba hacia el norte se conocían como barrio (no calle) del Altozano, lo que concuerda por una parte con el desnivel existente y por otra con la desorganización constructiva inicial y la existencia, entonces, de casas aisladas y de zonas sin construir. Así ocurre en algunos documentos elaborados en el año 1752 para el catastro del Marqués de la Ensenada que se refieren a esta parte del casco urbano con esa denominación: barrio del Altozano. Esta denominación puede comprobarse aún más recientemente en la escritura de venta de una casa situada en la zona del callejón antes mencionado, a la espalda de la calle de la Virgen y muy próxima a esta. En ese documento notarial, fechado el 27 de abril de 1870, se especifica que la casa en cuestión está señalada con el número 8 del «barrio del Altozano».

            Al menos desde finales del siglo XIX la calle Doña Ana se conocía también popularmente como callejón de la Solleja. Prueba de ello es que en un plano de la villa realizado por el Instituto Geográfico y Estadístico en el año 1885 figura como calle de Ollejas, aunque el desconocimiento por parte del escribiente del lenguaje munereño le llevara a escribir ollejas en vez de solleja. Al parecer esa denominación popular de la calle surgió porque en ella vivió hace mucho tiempo una mujer muy pequeña y delgada a la que se conocía por ese apelativo.

Porción del plano elaborado por el Instituto Geográfico y Estadístico en 1885 en el que la calle de Doña Ana figura como calle de Ollejas

            ¿A quién está dedicada la calle de Doña Ana? ¿Quién era doña Ana? Debo indicar desde el primer momento que no tengo una respuesta concluyente a esas preguntas. En esta calle se encuentra la casa familiar del que esto escribe. En ella he vivido durante décadas con mis padres, Manuel y Julia, con mi abuela Rosa y con mis hermanos, Joaquín, Isidro y Rosa Nieves; anteriormente lo hicieron otros miembros de la familia. Este hecho siempre ha despertado un interés personal por saber quién dio nombre a la calle, lo que me ha llevado a adentrarme por diversos caminos en la investigación llevada a cabo, algunos de cuyos datos deseo compartir con los lectores.

            El primer documento que he podido encontrar en el que se hace referencia a esa calle (en realidad se cita como callejón) data del año 1862. Se trata de un protocolo notarial sobre la partición de bienes tras el fallecimiento de Joaquina Martínez, viuda de Juan José Romero. En el documento, fechado el 19 de octubre de ese año, se hace mención de una casa situada en la calle del Calvario que linda con otra de Juana Montoya y con el callejón de doña Anita. Estos datos son de especial importancia para identificar la calle que nos ocupa, como trataremos de explicar seguidamente.

            En el protocolo notarial se menciona a Juana Montoya, pero debe tratarse sin duda alguna de doña Juana Beleña Capa, viuda de don Martín José Montoya, residente en Balazote hasta que en febrero del año 1861 adquirió una casa en Munera, concretamente en la calle Calvario. La casa que compró doña Juana figuraba señalada con el número 3 en el documento de compraventa, pero actualmente corresponde al número 1 de esa calle. En efecto, el número 1 de la calle del Calvario estuvo anteriormente asignado a la casa de la familia Bas, la que ahora se considera perteneciente a la calle de Don Juan. Así pues, el callejón de doña Anita que se menciona en el documento de partición es, indudablemente, la actual calle de Doña Ana.

            ¿Pero quién era doña Anita, la persona que sólo con su nombre, sin mencionar siquiera su apellido, servía para identificar perfectamente el callejón? Obviamente debía tratarse de una persona de familia distinguida, merecedora del tratamiento de «doña» por su linaje o condición, y que quizás llegó a vivir durante algún tiempo en alguna casa de ese callejón o, al menos, tuvo una estrecha relación con este. Cabe recordar que en tiempos pasados era habitual identificar las calles por el nombre de alguno de sus moradores más notables.

            Hasta ahora no he podido encontrar ningún documento que mencione alguna persona llamada Ana que hubiera residido en el callejón con anterioridad al año 1861. Sin embargo, todo apunta a que se trata de doña Ana Aguado Sotos. Ana era hija de don Juan Antonio Aguado y Montoya, caballero hidalgo de sangre, regidor y alférez mayor perpetuo de la villa de Munera, cuyo nombre (Don Juan) lleva la calle donde comienza, precisamente, la calle del Calvario. Don Juan contrajo matrimonio en segundas nupcias el año 1794 con doña Ana Claudia Sotos Sotos (†1811), natural de Casas Ibáñez, que se había trasladado ese mismo año a Munera con sus padres cuando un hermano suyo, don Patricio, ocupó el puesto de cura propio de Munera.

            Del segundo matrimonio de don Juan Aguado nacieron al menos nueve hijos, uno de ellos, Ana, el 22 de marzo de 1805, que en el bautismo recibió los nombres Ana Claudia Paulina. Cuando Ana contaba seis años falleció su madre y cuando tenía once su padre volvió a contraer matrimonio. Se da la curiosa circunstancia de que el mismo día, 8 de diciembre de 1816, contrajeron matrimonio en Munera tanto don Juan Aguado como su hijo Francisco Antonio con María Teresa Mateo, viuda, y la hija de esta, María Juana Ramírez, respectivamente.

Una fecha significativa en la vida de doña Ana Aguado es el 1 de enero de 1847. Ese día doña Ana, cercana ya a cumplir 42 años, se casó con Juan Gregorio Rosillo Romero, viudo, labrador propietario, con el que no llegó a tener descendencia.

Pocos datos he podido encontrar, tanto anteriores como posteriores a su matrimonio, sobre la vida de doña Ana Aguado. ¿Vivió en la casa de su padre hasta que contrajo matrimonio ya en edad madura? ¿Llegó a vivir en la calle que lleva su nombre? Algunos detalles conocidos de su vida están relacionados con su tío (hermano de su madre) don Bonifacio Sotos, el ilustre presbítero y lingüista albacetense que mantuviera una muy estrecha relación con Munera, donde pasó los últimos años de su vida.

            Como se refleja en el libro El testamento de don Bonifacio Sotos Ochando, del mismo autor que este artículo, las hermanas doña Ana y doña Feliciana Aguado fueron condenadas por la Audiencia Territorial de Albacete en un pleito que mantuvieron con unos propietarios de Villarrobledo sobre la propiedad de unas tierras. Don Bonifacio hubo de vender unos terrenos que había comprado en el término de Munera para satisfacer la cantidad total de la condena a sus sobrinas. Precisamente, don Bonifacio se retiró a Munera unos años antes de su muerte aquejado de grandes problemas de movilidad a causa de una hemiplejia, por lo que recibió la ayuda y cuidados de su familia, y especialmente de sus sobrinas doña Ana y doña Feliciana. Don Bonifacio falleció el 9 de noviembre de 1869 en Munera, en la calle de los Olmos, en la casa de su sobrino Juan Gregorio Rosillo, esposo de doña Ana, al que abonaba once reales diarios en concepto de pupilaje, es decir, por los gastos de estancia y manutención. Puede resultar extraño, por lo tanto, que cuando don Bonifacio dictó testamento en el año 1869, nombrara como única y universal heredera a su sobrina Feliciana sin legar cosa alguna a Ana ni a los demás sobrinos a pesar de su buena relación con ellos.

Doña Ana quedó viuda a la edad de 65 años. Su marido, Juan Gregorio, falleció el 3 de julio de 1870 dejando como únicos y universales herederos a los dos hijos que le quedaron de su primer matrimonio. A la viuda tan sólo legó, en concepto de usufructuaria durante el resto de su vida, una huerta en la vega del rio Quintanar. ¿Dónde vivió doña Ana al quedar viuda? ¿Mantuvo en esa etapa alguna relación con la calle que lleva su nombre? ¿Llegó a vivir en alguna casa, propia o de algún familiar, en el por entonces considerado callejón? Doña Ana Aguado y Sotos falleció, como consta en la correspondiente partida de defunción, el día 30 de noviembre de 1885 en el domicilio de su sobrino Antonio Aguado Ramírez, en la calle de Don Juan, muy próxima a la calle de Doña Ana, es decir, en la casa que había pertenecido a su padre y en la que vivió al menos durante su infancia y juventud. Precisamente, este sobrino, Antonio, se casó en 1853 con Luisa Montoya Beleña, hija de Juana Beleña Capa, quien como ya se ha dicho vivía en la calle del Calvario, y cuyo casa daba a la calle de Doña Ana 

            Es hora ya de recorrer el corto trayecto de la acalle de Doña Ana, de aportar algunos datos de su historia y algunos recuerdos más cercanos del que esto escribe. Cuando accedemos a la calle de Doña Ana por la calle del Calvario, las primeras fachadas que nos encontramos a ambos lados corresponden a edificaciones que tenían su entrada principal por esta última calle: por el lado izquierdo la fachada lateral en piedra de Herminia Blázquez (hace décadas de Amelia Martínez con sus portadas) y el lugar donde estaban las portadas de mi tío Claudencio que comunicaban con su casa del número 1 de la calle del Calvario; y por el derecho la de la familia Aguilar y la de Julio y Emilia. Las ventanas y accesos secundarios o portones de ambos lados, en este primer tramo de la calle de Doña Ana, no son sino muestra de los orígenes de esta vía como callejón o vía secundaria.

            Inmediatamente llegamos a la altura del patio que queda a nuestra izquierda y que, como ya se ha dicho, en tiempos pasados se comunicaba con la actual calle de la Virgen (antiguamente, calle del Mesón). Aún recordarán algunos que en la primera mitad del siglo pasado este patio era conocido como patio de Eduardo.

En este punto, los recuerdos se agolpan en mi mente y me obligan a detenerme. En una de las esquinas que forman el patio, la del lado de poniente, se encuentra la casa familiar, señalada ahora con el número 5, y en otro tiempo con el número 9. Esta casa, con dos alturas más la cámara y un amplio terrado, perteneció a mis padres desde el principio de los años sesenta; antes, desde los años cuarenta, a mi tía Crescencia y su marido Claudencio; y con anterioridad a otro familiar de mi rama materna.

            Los recuerdos me trasladan a la infancia, cuando en esa casa mi tío Claudencio se dedicaba a negocios y labores con la lana en sus distintas fases desde la compra de los vellones a los ganaderos de la zona. Allí pude ver de niño cómo se teñían con distintos colores las madejas de estambre y cómo después salían del telar las piezas de tejidos para la confección de refajos, juegos de banca, mantas, colchas, gobiernos, capotes, etc. También montó mi tío en ese edificio un pequeña bodega o jaraíz donde cada año elaboraba el vino que después vendía al por menor a los parroquianos. Los carros, tirados por caballerías, entraban al patio para dejar la carga de uva que llenaba los capachos de pleita. En esa época la casa se impregnaba del olor a mosto y los bollos (o tortas) elaborados con el dulce líquido se convertían en componente casi obligado de desayunos y meriendas.

De mis primeros años en la casa familiar me queda también el recuerdo imborrable del paso por el callejón, dejando su inconfundible rastro, del hatajo de ganado de Fabián Moreno en sus salidas y entradas a los corrales que daban al interior del patio. En el fondo del patio vivía entonces la familia de Pepe el Baldao. En la actualidad el patio presenta un aspecto completamente remozado, pues algunas construcciones que quedaban en estado casi ruinoso han desaparecido dando paso a otras de nueva ejecución.

Saliendo del patio nos encontramos, al otro lado de la calle, justo enfrente, la casa que fue de María y Nicolás, el matrimonio que crió, como auténticos padres, a su sobrina y huérfana Ángela. Después vivieron Ángela y su marido, José Lorente, y allí nacieron sus seis hijos: José Luis, Ángel, y los dos pares de mellizos Balbino y Mari Concha, Sole y Avelina. Continuando por esa misma acera, con la calle ya en claro descenso, recordamos a Benito y Joaquina y sus hijos: Romualdo, Aurelio, la anteriormente mencionada Emilia, Ramona, Primitivo y Anita. A continuación el lugar donde hace bastantes décadas tuvo un horno de pan Federico Galletero, y que después regentarían durante un tiempo Vicente Sánchez y su mujer María. Más abajo vivían Efigenia y sus hijos, justo antes de llegar a la casa que hace esquina con la calle del Altozano. Precisamente, en el chaflán de esta última con la calle del Altozano, coronando el viejo edificio que ya fue sustituido por uno de nueva construcción, había una piedra o losa que siempre despertó mi curiosidad. Tenía una inscripción que nunca pude alcanzar a leer a esa distancia, señal de que muy probablemente no fue esa su ubicación original.

Desde el final de la calle retrocedemos, ahora cuesta arriba, por la acera de los números impares, la que queda en el lado sur de la calle. En este punto recuerdo unos versos que hace algún tiempo me contó Isidro Galletero cuando lo visité en su casa para que me contara cosas del pueblo y, en particular, de la calle de la Bella Quiteria, en la que tiene su domicilio; dicen así:

    Callejón de la Solleja,

    en la acera de la umbría

    la Magdalena del Urdiero

    ha puesto peluquería.

             Hacen referencia al negocio que la hija de Juan, apodado el Urdiero, montó en la casa, al final de la calle, en la primera mitad del siglo pasado. Aún recuerdo a Magdalena, conocida como la Peinadora, visitando a sus clientas a domicilio, en muchos casos para confeccionarles los clásicos moños de la época. Si continuamos el ascenso por la misma acera, vamos dejando atrás las casas de María del Correo y su marido, de Ambrosio Ruiz y Petra, hasta que llegamos a la altura del lugar que ocupaba el horno de Manuel Galletero, conocido como Granero y sobrino del anteriormente mencionado Federico, y su mujer Rosario. Después, pasamos por el lugar que ocupaba la casa donde vivieron Pascual Rosillo y Antonia, donde ahora hay un edificio de reciente construcción que habita una biznieta de los anteriores. Esta última edificación forma un pequeño rincón a partir del cual la calle se ensancha ligeramente; inmediatamente se encuentra la casa del matrimonio Casiano Ramírez y Carmen de Lamo, actualmente de sus herederos, lindante con la de mis padres.

Magdalena la Peinadora, vecina de la calle de Doña Ana y mencionada en el texto del artículo, atendiendo a su clienta Elena. Año 1950. / Foto cedida por Elena Moya

            Estamos nuevamente junto al callejón o patio, pero en vez de continuar por la calle Doña Ana hasta alcanzar la del Calvario, paso al callejón para visitar en su casa a mis sobrinos Joaquín Manuel y Yanelis y a sus hijos Diego y Samuel.

Como no podía ser de otra manera el recorrido ha de terminar en la casa de mis padres, y con mi familia. Allí, con el recuerdo de los que ya no están con nosotros, hemos dado marcha atrás en el tiempo reviviendo tantas y tantas anécdotas de nuestra calle. Sus comentarios, especialmente los de mi hermana Rosa Nieves, han resultado de gran valor para ampliar algunos datos sobre el vecindario de la calle de Doña Ana.

  

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