Lugares de enterramiento y cementerios de Munera

Graciano Jiménez Moreno

La costumbre de enterrar a los muertos en las iglesias (también en otros lugares sagrados como conventos, ermitas…) se fue consolidando a lo largo de la historia de la cristiandad fundamentalmente por razones religiosas a las que podrían añadirse otras de carácter económico. Por una parte, se creía que el enterramiento en la iglesia suponía una mayor garantía de salvación de las almas, que facilitaba el recuerdo de las personas fallecidas y favorecía la intersección de los santos. Por otro lado, tales inhumaciones suponían una fuente de ingresos no desdeñable para las arcas o fábrica de la iglesia. Dentro de los templos, las sepulturas de los personajes más favorecidos o distinguidos ocupaban los lugares más privilegiados, como capillas privadas, bóvedas o criptas excavadas en muros y suelos; la nave central en su parte más próxima al altar era también un lugar preferente que se reservaba a personas religiosas o de la nobleza. Los enterramientos del resto de la población iban ocupando el espacio sobrante dentro del edificio y, una vez agotado, se habilitaba un recinto junto a la iglesia.

Este sistema de enterramientos era el habitual a finales de la Edad Media. La iglesia de Munera se construyó en su primera fase a finales del siglo XV, aunque los trabajos de ampliación continuaron durante el siglo siguiente para añadir la torre y la nueva cabecera con crucero. Por lo tanto, desde los primeros tiempos de existencia de la iglesia parroquial de Munera debió de seguirse la costumbre de enterrar a los muertos en el interior del templo. La primera referencia documentada que he podido encontrar sobre un enterramiento en la iglesia de San Sebastián de Munera data del año 1576. Se trata del testamento que Pedro Martínez Escudero, regidor perpetuo de la villa, y Ana Díaz, su mujer, otorgaron el 27 de agosto de ese año. En dicho documento se dice: «Mandamos que cuando Dios fuere servido y denos llevar desta presente vida a la otra que nuestros cuerpos sean sepultados dentro de la yglesia del señor San Sebastian vocacion desta dicha villa el cuerpo de mi el dicho Pedro Martinez en la sepultura donde esta enterrada mi madre ques en la segunda capilla alinde de sepultura de erederos de Juan Sanz y de la pared y el querpo de mi la dicha Ana Diaz en la sepultura donde esta enterrada mi aguela María Cana  que es en la capilla primera alinde del bachiller Mallorca y de Bartolome Gil donde paresciere por el ynventario de las sepulturas que la yglesia tiene…».

En el fragmento anterior se observa que los testadores piden ser inhumados en sitios concretos y, en este caso, además, aprovechando las sepulturas ya ocupadas por otros miembros de la familia fallecidos con anterioridad y que, probablemente, disfrutaban de una buena ubicación en la iglesia. Estas circunstancias eran frecuentes, en el caso de aquellas personas que por su posición social podían hacerlo. Por otra parte, se constata la existencia, como es lógico, de un inventario de las sepulturas existentes en el templo, lo que muestra que la práctica de enterrar dentro de la iglesia parroquial era la habitual en la villa de Munera. Pueden resultar de interés algunos ejemplos de otras inhumaciones en años posteriores, como los que se indican a continuación, en los que figuran diversos lugares de enterramiento dentro de la iglesia.

El día 23 de julio de 1602 se enterró a Francisco de Alarcón, de unos ocho años, «en la sepultura junto a la pila del agua bendita que esta a la puerta principal de la dicha iglesia que es de Hernando…».

El 5 de agosto de 1602 se enterró a Alonso Martínez de Jávega «en la xepultura de su madre que esta junto a la peana del altar de Santa Ana».

El 19 de agosto de 1602 fue enterrada Anna Herrera «en la sepultura de sus padres junto a la sepultura de Pedro Martínez Cucharro».

El 20 de septiembre de 1602 se enterró a Francisco Martínez Blázquez «en la sepultura de sus padres que esta junto a la sepultura de Nicolas Martinez en la capilla segunda».

El 5 de octubre del mismo año murió y se enterró a Anna Romera, mujer del alcalde Martín del Cerro «en la sepultura de Alonso Romero el viejo que alinda con la de Francisco Romero en la nave de enmedio».

El 5 de marzo de 1603 fue enterrada María Martínez Rebollo «en una sepultura que esta en el pie del poste debajo del coro que es de sus padres».

Un ejemplo de sepultura de personas eclesiásticas es el enterramiento del presbítero don Juan Bautista Ximénez Cano, cura propio de la iglesia parroquial de Munera, que falleció el día 5 de noviembre de 1763. Fue enterrado vestido con sus ornamentos en la iglesia, en la «capilla mayor, entre las gradas del altar mayor y la lámpara que sirve a su Magestad».

Las tasas que debían abonarse a la fábrica de la iglesia dependían del grado de enterramiento del difunto. Por ejemplo, en el año 1811 se pagaba cincuenta y cinco reales de vellón por el grado más alto. Otras tasas inferiores eran veintiséis, seis o tres reales (en el caso de párvulos). También existía un grado específico para el entierro de los pobres.

Con el paso del tiempo se agotó el espacio disponible para los enterramientos en el interior del templo parroquial de Munera y se pasó a realizar las inhumaciones en el exterior, en un sitio habilitado junto a la fachada sur de la iglesia, e incluso, cuando fue necesario, en otros espacios contiguos a la iglesia como en el lado norte (plaza Mayor). Hasta hace unas décadas aún podían verse unos pequeños jardines cercados y adosados a la fachada sur de la iglesia, a ambos lados de la puerta del Sol, que marcaban la ubicación de estos espacios que fueron utilizados como cementerio. Aunque tales jardines desaparecieron tras una remodelación de la plaza, aún permanece una cruz de piedra situada en uno de los extremos.


Cruz existente en el exterior de la iglesia, junto a la fachada sur, en terrenos utilizados antiguamente como cementerio.

La saturación de los espacios de enterramiento en los alrededores de la iglesia y las deficientes condiciones de salubridad hicieron que en los años veinte del siglo XIX las autoridades religiosas y civiles consideraran la necesidad de buscar un nuevo emplazamiento para las inhumaciones. Las disposiciones existentes entonces a nivel nacional recogían el traslado de los cementerios fuera de las zonas urbanas y recomendaban situarlos en las cercanías de ermitas, en lugares amplios y ventilados. En Munera comenzaron a realizarse enterramientos en terrenos junto a la ermita de Nuestra Señora de la Concepción, aunque durante algunos años continuaron simultaneándose con inhumaciones en sepulturas contiguas a la iglesia. La ermita de Nuestra Señora de la Concepción se encontraba extramuros de la población, en el noroeste del casco urbano existente en aquella época. Actualmente ese espacio lo ocupa el parque municipal.

La primera sepultura en el mencionado cementerio de Nuestra Señora de la Concepción tuvo lugar el día 13 de septiembre de 1821 y correspondió a Francisco Blázquez, de sesenta y seis años, siendo cura de la parroquial don Francisco Pradel. La novedad del lugar de enterramiento originó que en el acta de enterramiento se tuviera que corregir el nombre del cementerio como se indica en el siguiente fragmento de ese documento: «Se le sepultó en esta parroquia digo en el cementerio de Nuestra Señora de la Concepción extramuros esta villa y pagó seis reales por el rompimiento». Aunque siguió enterrándose en el nuevo cementerio durante algún tiempo, después volvieron a utilizarse habitualmente los espacios anteriores durante unos años. En las actas parroquiales de esta época los lugares de enterramiento se indican como «iglesia parroquial», «camposanto contiguo a la iglesia», «huesario», «camposanto del huesario contiguo a la parroquia», «camposanto de la torre», «camposanto inmediato a la torre», «camposanto de la plaza», «camposanto de la sacristía», «camposanto junto a la sacristía». Aunque en 1834 se dio sepultura en algunas ocasiones en el camarín de la ermita de Nuestra Señora de la Concepción, es a partir de 1835 cuando ya figura en las actas parroquiales el camposanto de dicha ermita como el lugar habitual de enterramiento, dejando de hacerlo en la iglesia y sus aledaños salvo escasas excepciones. Hay que recordar que en el año 1940 se trasladaron desde el cementerio actual a una tumba preparada a los pies del presbiterio, los restos mortales del hoy beato don Bartolomé Rodríguez Soria, quien siendo cura párroco de Munera fue martirizado y murió el 29 de julio de 1936. Asimismo se inhumaron en sepulturas próximas los restos de los hermanos Delfín y Priscilio Paños Paños, muertos también trágicamente en julio de 1936. Posteriormente se exhumaron los restos de estas sepulturas y los de don Bartolomé se trasladaron a una urna en la capilla a él dedicada, en la misma iglesia.


Sepultura de don Bartolomé Rodríguez Soria a los pies del presbiterio (puede observarse el antiguo embaldosado de la iglesia)

El 15 de marzo de 1867 el cardenal arzobispo de Toledo concedió licencia y autorización al párroco de Munera para que, de acuerdo con la Junta municipal de Sanidad de la villa, procediera a la traslación de los restos mortales del antiguo cementerio al situado extramuros de la villa (Nuestra Señora de la Concepción). Durante las reformas llevadas a cabo en el siglo XX tanto en el interior de la iglesia como en el exterior se encontraron aún restos de los enterramientos que allí se habían realizado.


Vista parcial de la fachada sur de la iglesia en la que se aprecia uno de los dos recintos cerrados que hubo a ambos lados de la puerta del Sol y que indicaban el lugar donde anteriormente se realizaban enterramientos

Vista del otro recinto adosado a la fachada de la iglesia en la puerta del Sol

Existió en Munera otro sitio de enterramiento, la ermita de Santa Ana, pero estaba reservado a los patronos de dicha ermita y sus familiares. El último entierro que he podido encontrar en este lugar corresponde a Juan Ramos Riópar, patrono por derecho de sangre de la ermita de Santa Ana, que falleció el 14 de enero de 1751 y fue enterrado en ella, como antes lo fueron sus padres y abuelos.

Transcurridos los años, las condiciones de mantenimiento del cementerio de Nuestra Señora de la Concepción dejaban mucho de desear, mostrando claras muestras de abandono. En el año 1922 se informaba en la prensa albaceteña del mal estado de los muros del cementerio, con frecuentes derrumbes que permitían el libre acceso al mismo. Ante la falta de interés de las autoridades y las quejas de los feligreses, el señor cura, don Pármenes Molledo, abrió una suscripción con objeto de recaudar fondos para llevar a cabo la deseada mejora. En poco tiempo se consiguió reunir 1740 pesetas que permitieron realizar los trabajos más urgentes, llegándose a publicar una larga lista, encabezada por Leopoldo Risueño y Sofía Solana, en la que figuraban aportaciones desde 500 pesetas hasta 50 céntimos.

En el año 1931 dejó de utilizarse el viejo cementerio y empezó a sepultarse en uno nuevo, el actual Cementerio Municipal, situado al norte de la villa. Desde entonces se fueron trasladando los restos desde el cementerio anterior al nuevo. En 1961 se procedió a levantar definitivamente el cementerio viejo, aunque se hizo de manera poco escrupulosa. Tal es así, que en los años setenta aún seguían apareciendo restos humanos en ese terreno.   Cabe recordar como hecho curioso que los alumnos del Colegio Nacional Cervantes, entonces recién construido en terrenos colindantes, se entretenían en no pocas ocasiones en buscar huesos y calaveras abandonados. En el lugar que ocupaban la antigua ermita de Nuestra Señora de la Concepción y su cementerio se encuentra actualmente el parque municipal y algunas instalaciones anexas al citado colegio.

El primer enterramiento que se llevó a cabo en el actual cementerio municipal fue el de Paulino Alcolea. Otro dato para recordar es que hasta hace algunos años el cementerio contaba, al igual que los de otras localidades, con un espacio o patio anexo al mismo, actualmente eliminado, en el que recibían sepultura los que no podían enterrarse en tierra consagrada (suicidas, niños sin bautizar…), tal y como estipulaba entonces la Iglesia católica.

En las últimas décadas el cementerio municipal ha sido objeto de ampliaciones y mejoras que junto con un cuidado mantenimiento han hecho que se conserve en un perfecto estado.

 

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